Al acercarse en invierno decidimos quedar en el mismo bar al que solíamos ir cuando lo de tomar café era mucho más que ingerir cafeína. El sabor nos parecía repulsivo, pero sostener aquél pequeño vaso entre las manos nos daba (o eso creíamos) un aire entre cosmopolita-chic-adulto- que a esa edad, era lo más.
Han pasado 15 años, son las 6 de la tarde, y a esta hora la mayoría de nosotras lleva ya dos o tres cafés en el cuerpo. Todas rondamos la treintena. Después de tanto tiempo, nos ponemos a cotorrear como aquellas niñas: nos atropellamos unas a otras, gritamos, reímos, nos emocionamos estúpida y profundamente.
Tras 5 minutos estamos juntas otra vez. Parece que no haya pasado el tiempo.
De repente una carcajada de Marta –siempre fue la más escandalosa-, cae en mi cabeza como un estruendo que me transporta irremediablemente a cientos de quilómetros del bar. Sigo oyendo sus voces, pero no puedo escuchar lo que dicen. Apenas logro reconocer sus caras. Me siento aturdida y confusa. Pero esas sensaciones pronto se diluyen. Extiendo una mano y veo como unos minúsculos puntos blancos caen sobre ella. Rápidamente esos puntos se hacen más y más grandes. En unos segundos sostengo sobre la palma un buen montón de nieve. Paz. Felicidad.
-Cristinaaaaa. Despiertaaaa!!!
– Quéeeee?!?!?!?!
– (risas generalizadas) Ya vemos que tú sigues como siempre!!
Marta está embarazada. Se casó con un cardiólogo que trabaja en el mismo hospital que ella. Viven en una casita fuera de la ciudad. Y tienen un gato que últimamente se ha vuelto muy agresivo y destroza los muebles y les clava las uñas y por eso lo van a capar aunque les da mucha pena hacerlo porque al pobre lo van a dejar “eunuco” y ella cree que se volverá homosexual la criaturita.
Sara no tiene tiempo para hombres ni niños ni mucho menos para capar gatos. La acaban de hacer socia en el bufete donde entró en prácticas al salir de la Universidad. Tras meses haciendo fotocopias y preparando cafés, logró acompañar a uno de los abogados a un juicio. Desde ese día hasta hoy no ha parado. Se lo ha currado desde abajo, y llegará lejos. Se deja la piel para defender las causas perdidas. Y las gana.
Laura nunca fue buena estudiante. Lo suyo era la vida bohemia y “alternativa”. Cuando se dio cuenta de que como malabarista no se ganaría la vida, decidió meterse en una Ong y ahora pasa larguísimas temporadas en países con nombres impronunciables. Hace una gran labor con las mujeres de esos sitios. Les enseña cómo ser el motor económico de sus familias, y son ellas las que sacan adelante a su comunidad.
Sonrío. Estoy orgullosa de ellas. Y tu Cris, ¿qué? ¿sigues con tus locuras de la nieve y las tablas?
De nuevo ese aturdimiento… Me siento mareada. Vuelvo a tener 15 años, y es mi primer día de snowboard. Me he caído tantas veces al suelo que no siento el culo. Creo que me he partido las dos muñecas, las rodillas y hasta el pescuezo. Pero estoy extrañamente feliz. Nunca antes sentí algo parecido.
Cuando por esa época imaginaba mi futuro, me veía a los 30 años casada, con un trabajo de éxito, con uno o dos niños, perro y un buen coche. Lo que no sabía es que ese día, con 15 años, cambiaría irreversiblemente mis planes.
Sigo viviendo en casa con mis padres. En mi habitación se agarra tozudo a la pared un poster de un jovencísimo Kelly Slater, y, debo confesarlo, al llegar el otoño, me gusta acurrucarme en mis viejas sábanas de los Picapiedra. En mi viejo coche no hay ninguna sillita de bebé, aunque tampoco cabría. Eso es culpa de dos tablas viejas de skate que por algún motivo siguen ahí, al lado de las zapatillas de emergencia para patinar porque nunca se sabe… además algún colega dejó hace meses un longboard en el maletero, al lado de dos o tres trozos medio fundidos de parafina que ya nunca podré limpiar de la tapicería.
Supongo que sí, que sigo con “mis locuras”. En estos años, no he progresado laboral y vitalmente como se esperaba de mi. Aunque conseguí un buen trabajo en una gran empresa, sentía que no era feliz. Me sentía muy vacía y sabía perfectamente por qué. Así que cogí los trastos y las tablas, y me marché a perseguir un sueño. Así de fácil, así de sencillo. Valiente decían unos, vividora otros… sólo yo y los que alguna vez han hecho lo mismo, sabemos lo que hay detrás: todos los sacrificios, renuncias a mil cosas, soledad y sensación de caída al vacío. Me marché de la ciudad para vivir simplemente haciendo lo que más me llenaba: snowboard.
Ahora echo la vista atrás y puedo decir que he sido feliz. He tocado uno de mis sueños con los dedos, lo he cogido, y me he aferrado a él. No puedo más que sentir paz y una extraña satisfacción.
Es otoño y este año el frío está tardando en llegar. De repente mi móvil vibra y veo que un amigo me manda un whattsapp: “Cris, por fin está nevando aquí arriba!! La cosa arranca en menos de un mes. Nos espera otro gran año! «Besos”
La verdad es que se nota que en los últimos días ha refrescado. Cojo con las dos manos la taza de café y agradezco su calor. Le doy un trago y sonrío. Dichoso invierno.
“Pues sí, chicas. Sigo con mis cosas»
Por Helga Molinero / Twitter: @HelgaMolinero