Jeffreys Bay, Sudáfrica. Bruce Gold, un hombre alto, de edad avanzada aparece en silencio en las pasarelas de madera sobre las dunas con vistas al pico, entre los áloes anaranjados que estallan, y grupos de surfistas cotilleando. Con su deshilachado pareo en la cadera, el vejete parece salido de uno los clásicos del surf “Morning of the Earth” (Alby Falzon, 1972).
Lleva unos pantalones desgarrados por el uso, un chaleco de cuero, y todo tipo de saquitos, collares, conchas, etc… cuelgan de su cuello, apenas asomando bajo su larguísima barba blanca. Saluda a algunos locales y entrecierra los ojos, mientras nace el día. Parece que ha observado un período de calma entre la multitud y decide que es mejor ponerse manos a la obra antes de que el sol se alce demasiado. Sonríe con su sonrisa sin dientes, y desparece con movimientos sorprendentemente ágiles. Este hombre es una leyenda viva, tan parte de J-Bay como los pelícanos y delfines, y el último verdadero hippie de la ciudad: Bruce Gold.
Bruce, a un año de cumplir los 70, es uno de los pocos sexagenarios que osan desafiar la línea asesina de arena final de J-Bay, Supertubos. Él va a abordarlo hasta los dos metros, aunque si se pone más grande, generalmente baja a las secciones más suaves, o bien ocupa su lugar junto a los otros veteranos para ver a los surfistas más jóvenes.
Hoy la cosa ronda el metro pasado. Ya está sentado en el line up con el mismo sombrero, saludando a una gaviota que sobrevuela su cabeza. Sin esfuerzo rema y se levanta con un dulce take off. Avanza en línea recta, con los brazos a menudo levantados, en lo que representa un típico saludo de la vieja escuela. El conocimiento de las olas de Bruce es evidente, avalado por más de 40 años de práctica. Maneja su 8’2”, su favorita, sin esfuerzo a través de las secciones más rápidas, mientras recibe los gritos de admiración de los que reman hacia fuera.
Como uno de los surfistas residentes a tiempo completo de Jeffrey Bay, Bruce recuerda cuando los primeros americanos llegaron en un Land Rover en la década de 1960 con las cámaras, y cómo los pocos surfistas locales (en su mayoría acampados en tiendas de campaña en las dunas), pensaron que esta sacrílega aparición fue el principio del fin. Por supuesto, costó un tiempo para que las multitudes llegaran a los niveles apocalípticos de hoy, así que por aquel entonces, el problema principal de Bruce y sus compañeros hippies fumadores de marihuana era mantenerse alejados de la conservadora comunidad conservadora Africana, con que tenían compartir el pequeño pueblo de pescadores.
Durante un tiempo vivió en una casa abandonada que se mantenía en pie mediante alambres, y en ocasiones había estado sin dirección fija, pero hoy Bruce vive en una antigua mansión perteneciente a un surfista estadounidense, Kurt, con un jardín con vistas a toda la bahía. Bruce ha estado con algunas mujeres en su vida, pero entre risas, confiesa su aversión al matrimonio, diciendo que es el enemigo de la libertad del surf.
Tiene pocas posesiones, amén de decenas de conchas y otros restos y desechos recogidos en la playa, y dos docenas de tablas de surf que van desde un raro Midget Farrelly single fin, hasta una fish Joel Tudor. Bruce sonríe mientras golpea ligeramente un cofre de metal, y explica que contiene las últimas posesiones de su compañero Miki Dora. Cuenta cómo Da Cat le pidió que nunca abriera esta caja de pandora del surf, pero bromea, “Dora siempre solía decir, ‘no se vende’, pero estoy pensando en subastar su contenido cuando Leonardo DiCaprio estrene su película”.
Bruce Gold – The Last of the Great Surfing Hippies from Anders Melchior on Vimeo.
“Venderse o no venderse” es una discusión habitual para Bruce Gold. Bromea llamando ‘prostitutas’ a los surfistas profesionales, a pesar de que muchos de ellos son íntimos amigos suyos. Pero él siempre será un auténtico hippie, se las arregla con un mínimo de “huesos” (así es como él llama al dinero en efectivo) y mantiene su estilo de vida bohemio vendiendo las conchas que recoge en la playa, mediante el trueque, y sobreviviendo gracias a su amabilidad, y a la generosidad de los demás, tal y como afirma un local: “Bruce siempre se puede encontrar una comida caliente en J-Bay.”
A pesar de que a veces se le conoce como “Boozer” (un apodo desde su juventud que odia), la longevidad y la supervivencia de Bruce también se deben a hábitos saludables. Se mantiene alejado de los azúcares y la comida basura, y cuando puede, cocina guisos. Sus filosofías incluyen una fascinación por la religión, los unicornios y las teorías Far-Out. Puede compartir horas de conversación en torno a esto, ya sea en la sobria luz del día, o de madrugada con unos cigarrillos maliciosos tras una de las fiestas de J-Bay. “Todavía soy un niño”, le gusta decir, sobre todo después de algunas cervezas.
Sin embargo, otras noches, más serenamente, Bruce Gold reconoce que la bahía de Jeffrey tal vez ya no sea lugar para él. La ciudad está hoy muy alejada del nirvana de la era surfera, de la cual él nunca creció. Ahora es un sitio muy concurrido, un exótico resort de vacaciones, un lugar de vida ajetreada. Aunque incluso los más jóvenes consideran a Bruce como una reliquia, y resulta difícil imaginar J-Bay sin su alcalde extraoficial y su propio Gandalf.
Por Helga Molinero / Twitter: @HelgaMolinero